En una ciudad donde los proyectos van y vienen al ritmo vertiginoso de la moda, La Chicha ha logrado lo impensable: mantenerse viva durante 15 años y convertirse en parte del paisaje emocional de la Ciudad de México. Su historia, contada por Raquel Alarcón y Heráclito López, fundadores también de Sonari, es una oda a la coherencia, al instinto y al amor por la comunidad.
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Construir un refugio con alma

Para Raquel, la permanencia no se trata de suerte, sino de convicción. “Trabajamos todos los días en un proyecto que vemos como un hijo, buscando lo mejor para él y que sea congruente con lo que somos y nuestros valores”, explica. En La Chicha, esa congruencia se traduce en hospitalidad genuina, escucha activa y un deseo constante de que cada visitante se sienta en casa.
Su filosofía es simple, pero profunda: agradecer al campo, a la gente que provee los alimentos y a la cultura que los sostiene. Esa conexión entre origen y propósito define su forma de entender la gastronomía y la experiencia.
La cocina de La Chicha mezcla lo casero con lo aventurero. Es un espacio donde el sabor a hogar convive con el riesgo creativo. “Nos ponemos a prueba constantemente”, dice Raquel. “Buscamos un diálogo entre lo que nos gusta, lo que disfrutan nuestros clientes y lo que deseamos experimentar en la cocina”.

Sonari: el tiempo que se saborea
Si La Chicha es hogar, Sonari es pausa. Café de especialidad, vinos naturales, arte y música crean un ambiente donde el placer y la conciencia encuentran equilibrio. “Quería un lugar donde se pudieran disfrutar fermentos, destilados, vino y café de especialidad a precios justos”, cuenta Raquel, quien confiesa su fascinación por el vino rosado y espumoso.
Casa Chicha ha sido escenario de festivales, sesiones musicales y expresiones artísticas que rara vez encuentran espacio en la ciudad. Desde Ambulante hasta formatos tipo Tiny Desk, su filosofía es clara: abrir las puertas a la creatividad emergente. “Somos una comunidad unida por el amor a la música, al cine y al apoyo mutuo”, afirma Raquel.
Nada en estos proyectos es casualidad. Cada textura, luz o collage forma parte de una narrativa sensorial. En Chicha Roma, por ejemplo, los collages de Mora Díez y Héctor Bialostosky surgieron de manera espontánea, inspirados por la energía del lugar. Así se construyen las atmósferas: con intuición, colaboración y emoción.
Ética, instinto y resiliencia
En tiempos donde la gentrificación y el consumo rápido transforman la ciudad, La Chicha y Sonari defienden una forma distinta de hacer hospitalidad. Trabajan con comercio justo, cero desperdicio y precios honestos, sin perder accesibilidad ni carácter. “Se trata de ser coherentes y mejorar cada proceso día con día”, dice Raquel.



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El futuro, asegura, pasa por mantener la esencia. “Hay que ocuparse para que el espacio sea un oasis. El futuro es fortalecerse y seguir mejorando dentro de tu propio camino”.
Y si tuviera que convertir sus proyectos en obras de arte, Raquel lo tiene claro: La Chicha y Casa Chicha serían “muralismo mexicano, tituladas Ojalá que nos vaya bonito, en verde que te quiero verde”. Sonari, en cambio, sería “una casa en construcción llamada Herzan… también verde, siempre verde.”
